Los viajes de egresados suelen ser inolvidables.
También lo fue el que me tocó realizar cuando finalicé el séptimo grado de la escuela primaria. Pero no sólo debido a los hermosos días que compartimos los veintitrés compañeros de entonces, sino acaso —especialmente— por “eso” que aún me estremezco al recordar.
La excursión —que se prolongaría en el interior del país durante una semana— había comenzado en la estación ferroviaria de Retiro. Allí abordamos el tren que nos trasladaría desde Buenos Aires hasta La Banda —provincia de Santiago del Estero— desde donde partiríamos —en micro— rumbo a nuestro destino final de vacaciones: las Termas de Río Hondo.
El largo viaje hasta La Banda fue tedioso y bastante desagradable para las tres maestras que nos acompañaban pero no para los chicos, a pesar del precario estado de conservación de los vagones clase turista, de las dificultades para estirar un poco las piernas debido a que los coches estaban repletos de gente parada y sentada sobre el suelo de los pasillos y —sobre todo— por la falta de higiene de los baños, ¡puaj!
Contentos como nos sentíamos, todos los inconvenientes nos daban pie para inventar chistes y hacer bromas que aliviaban —en parte— el mal humor de las docentes.
Ya en Río Hondo, nos dirigimos hacia "El Blanqueado", un confortable hotel, emplazado en el centro del lugar donde teníamos reservado el alojamiento.
El edificio era de dos plantas, además de la baja —claro— donde nos sirvieron la cena a poco de llegar.
El primer piso lo ocupó íntegramente nuestra delegación, ya que contaba con ocho cuartos de cuatro camas cada uno. Estas habitaciones estaban enfrentadas —también de a cuatro— y separadas por un corredor al que se accedía a través de la escalera, que tanto conectaba con la planta baja como se prolongaba hacia el segundo piso.
Las maestras nos dividieron en pequeños grupos de nenas y varones, tarea que no les resultó complicada ya que éramos once y doce por sexo respectivamente. Enseguida, nos distribuyeron en los cuartos ciento dos, ciento tres, ciento cuatro, ciento cinco, ciento seis y ciento siete, llenándonos de recomendaciones en cuanto a normas de comportamiento, horarios para levantarse y acostarse, etc., etc., etc..
Ellas eligieron la habitación ciento uno, cuya puerta era la más cercana a la escalera... (¡Bien que nos dimos cuenta que tenían el propósito de vigilarnos! Si apenas la entreabrían ya podían ver a cualquiera que subiera o bajara por allí...) Yo insistí para que me asignaran al cuarto ciento siete, pretextando que el siete era mi número favorito.
¿La verdad? lo elegí por tres razones:
1- porque ya nos habíamos puesto de acuerdo con mis dos amigas preferidas para conseguir que nos hospedaran juntas...
2- porque entonces era sólo un trío el que tendría que compartirlo y nos quedaba una cama vacía para usarla como sofá...
3- y —la “más” principal— porque era el que estaba ubicado más lejos del de las maestras y así podríamos eludir un poco su constante control, charlar hasta tarde e irnos a dormir cuando se nos antojara...
Así fue como Karin, Fernanda y yo, nos instalamos al final del corredor, frente a esa misteriosa habitación ciento ocho, de puerta cruzada con dos varillas sobre las que se destacaba un cartel que decía "CLAUSURADA". A las tres se nos despertó —de inmediato— la curiosidad de averiguar por qué, pero debíamos de esperar hasta la mañana siguiente.
Entretanto, nos entretuvimos imaginando los motivos más descabellados.
Por ello, las compañeras de la ciento cinco golpearon varias veces la pared que nos separaba de su cuarto. Nuestras risas y el incesante parloteo no les permitían descansar. ¡Ja!
¡Ya veríamos si no se impresionaban —también— cuando descubrieran esa pieza tan cerrada al público! ¿Qué se ocultaría allí adentro?
—Nada, chicos —nos informaron las maestras durante el almuerzo del día siguiente, cuando la noticia de la existencia de esa habitación se había propagado entre los veintitrés compañeros con la velocidad de un rayo.
El conserje nos dijo que se incendió hace varios años y que —desde entonces los dueños del hotel— no quisieron usarla más. Les evocaba una situación muy penosa, ya que dos turistas murieron en esa tragedia...
—Pero con cerrar la puerta con llave sería suficiente... —opiné yo. —¿Qué falta hacía cruzarla con maderas clavadas al marco? Muy sospechoso, ¿no?
—Así se aseguran que nadie la abra por error y se encuentre con el feo espectáculo de ver todo quemado... Como contratan mucamas nuevas cada dos por tres...
La explicación no me convenció. A Fernanda y a Karin tampoco. Por eso, conversamos en secreto con los cuatro varones que ocupaban el cuarto ciento seis —contiguo al "misterioso"— y les pedimos que —esa noche— se lo pasaran de orejas pegadas a la pared divisoria, para tratar de oír algún sonido extraño o captar cualquier indicio que sirviera para demostrar que allí se ocultaba algo truculento.
Pasaron cuatro o cinco días hasta que mis amigas y yo nos decidimos a investigar por nuestros propios medios.
Desde el parquecito que circundaba el hotel, habíamos visto que los ventanales de la ciento ocho no estaban tapiados. De persianas cerradas sí, repintadas como la puerta, sí, pero no clausuradas como ésta.
También, habíamos podido comprobar que el pequeño balcón al que se abría nuestro cuarto lindaba con el del ''misterioso". Apenas si estaban separados por medio metro entre barandas laterales. Ambos, también situados sobre el paredón lateral del hotel, así como los balcones de las demás piezas daban al frente y a los fondos de "El Blanqueado".
Era cuestión de atrevernos a pasar de barandales a barandales sin mirar el vacío y estaríamos listas para intentar el acceso a la ciento ocho.
¿Pero en qué momento?
La mayor parte de las horas del sol las dedicábamos a recorrer Río Hondo de un lado al otro.
Imposible ejecutar nuestro plan durante las pausas del desayuno, almuerzo o cena: ¿cómo justificar nuestras ausencias? Y si se nos ocurría una idea genial para justificarlas... ¿de qué modo lograr que no se encontrara ningún turista en el parquecito y que nos sorprendiera descolgándonos de balcón a balcón?
Descartado el hacerlo durante la madrugada. Las paredes no eran a prueba de ruidos. Nuestros cuatro compañeros de la ciento seis podrían oírnos mientras tratábamos de entrar a la ciento ocho... ¡Si nosotras escuchábamos parte de sus conversaciones y carcajadas nocturnas, sin necesidad de acercarnos al tabique divisorio...!
Faltaban únicamente tres días para que tuviéramos que emprender el regreso a Buenos Aires. Mi intriga era ya incontenible, pero fue de casualidad como me enteré de “eso” que la hizo crecer hasta límites insoportables.
Yo había ido hasta la habitación de mis maestras para pedirles aspirina. A Fernanda le dolía una muela.
Acabábamos de acostarnos y hacía calor, por lo que salí descalza a través del corredor.
No era demasiado tarde aún por lo que —al llegar a la puerta del cuarto de las señoritas— oí que conversaban. Una de ellas parecía bastante nerviosa. Su voz se elevó de modo tal que —al colocar sigilosamente mi oreja contra la puerta— pude escuchar parte de lo que estaba contando:
—...uno de los dueños me lo confió durante la sobremesa... Ningún incendio ocurrió aquí... pero lo sucedido fue mucho más tremendo.. . Resulta que en la ciento ocho fueron encontrados —en distintas temporadas— un montón de turistas muertos... Aparecían como fulminados, en cualquier lugar de la pieza y sin que nadie acertara a dar con la causa... Todo en orden en el equipaje de los huéspedes... en los muebles... Un misterio absoluto. Por eso clausuraron la habitación. Desde entonces, volvió la paz a “El Blanqueado”... Cinco años pasaron desde que...
Corrí a mi cuarto de puntillas, olvidada de la aspirina y perturbada por lo que había escuchado.
Casi en un susurro se los conté a mis amigas.
Del susto, a Fernanda se le voló el dolor de muelas junto con sus reiterados suspiros y juró y perjuró que jamás apoyaría ni un dedo sobre las persianas del cuarto de enfrente. Karin —en cambio— se animó —como yo— y pronto maquinábamos —las dos— nuestra incursión a esa pieza.
Sin evaluar los posibles riesgos, desoyendo los apagados sollozos de Fernanda que nos rogaba que no lo hiciéramos mientras que se metía en la cama y se tapaba hasta la cabeza, en busca de mágica protección, Karin y yo, salimos —en puntas de pie— a nuestro balconcito.
Las heroínas de una película de Freddy Kruger nos sentíamos, tanta era nuestra afición a la literatura de terror y a cuanta historieta macabra circulara por allí.
El cielo estaba muy nublado y las tenues lucecitas de los faroles del parque no llegaban a alumbrar ese paredón lateral del primer piso.
—Tenemos suerte —pensé.
Íbamos provistas con sendas linternas, un cuchillo y perchas del placard. En un bolsito colgado al hombro yo cargaba también una piedra de regulares dimensiones, una de ésas bien atractivas que había recogido durante lospaseos.
Karin me ayudó para que yo me sujetara de la baranda del balcón vecino sin correr peligro de caer al vacío.
Pronto estuve allí y entonces asistí a mi amiga para que se deslizara junto a mí. Nos dio bastante trabajo destrabar las persianas y abrir los ventanales de la ciento ocho a punta de cuchillo y haciendo palanca sólo con las perchas. Pero lo logramos.
Encendí mi linterna. Con su luz iluminé —lentamente— todo el ámbito.
¡Qué decepción! Un cuarto amueblado igual que el de nosotros salvo que en éste era evidente que nadie lo limpiaba desde hacía mucho tiempo.
Envalentonadas por lo que ya empezábamos a suponer un invento de los dueños del hotel para atraer turistas amantes del misterio, Karin y yo entramos en la habitación.
Ahora éramos las dos las que la recorríamos de arriba a abajo con nuestras luces.
Nada por aquí, nada por allá. Y tampoco nos embargaba ninguna sensación rara. Insólito que allí hubieran caído —como moscas— tantas personas... Si parecía el sitio más común y corriente del mundo.
Ya estábamos por abandonarlo, defraudadas, cuando la luz de la linterna de Karin iluminó aquella especie de bolita verde, gelatinosa, inmóvil en un rincón.
Nos acercamos para ver qué era cuando —ante nuestra sorpresa— debió de alertarse con nuestros pasos y reptó hasta esconderse debajo de la cama. ¡"Eso" tenía vida! ¡Pfff! Pido disculpas por mi repugnante descripción pero... ¡parecía el mo...estee... la secreción nasal de un ogro!
Sentí repulsión por esa masa informe y —súbitamente— me volví hacia el balcón, dispuesta a irme lo más pronto posible. Choqué con un mueble y se me escurrió la linterna. En ese instante, Karin tropezó conmigo y también se le resbaló su linterna.
— ¡Vamonos de aquí! —exclamé entonces. —¡Rápido!
—¡No puedo! —chillaba Karin. —¡Me doblé un tobillo!
Tanteé en la oscuridad hasta prender a mi amiga por la manga de su camisón y casi la arrastré hasta que alcanzamos —nuevamente— el balcón.
A los golpes cerramos aquellos ventanales y persianas, mientras que oíamos el llanto de Fernanda, reclamando —a grito pelado— saber "—¿qué les pasó? —chicas— ¿qué les pasó?"
En el silencio de aquella noche, el barullo de nosotras tres fue como una sirena de ambulancia que alarmó a medio hotel.
Cuando Karin y yo regresamos a nuestra habitación, ya estaban allí las maestras, gran cantidad de compañeros y mucamas.
Entretanto —y por las dudas— el conserje había llamado a la policía.
Al rato, Karin y yo debimos responder a un sin fin de preguntas.
—¿Y por una bolita verdosa tanto escándalo? —decían los varones. —¡Ay, mujeres, mujeres...!
Todo el grado consumió un desayuno extra —en el comedor de la planta baja— durante los minutos que duró el interrogatorio policial.
Uno de los oficiales anunció que —por precaución, aunque consideraba que todo no había sido más que un susto— iría a inspeccionar la habitación clausurada. El cabo que lo acompañaba lo siguió. También el conserje, con pinzas y serrucho a fin de quitar las maderas que cruzaban la puerta.
Interminable la hora que demoraron arriba los tres hombres y había transcurrido alrededor de otra más, cuando el dueño del hotel se hizo presente, preocupado por el aviso telefónico que le hizo una mucama.
Ya no quedaba huésped de "El Blanqueado" que no estuviera en el comedor.
—¡No es posible que el registro de una pieza de tres por dos insuma tanto tiempo! —exclamó —de repente— el dueño del hotel, antes de subir —él también— al primer piso.
Descendió de inmediato, con el rostro demudado y pálido como un fantasma.
—¡Qué nadie suba —ordenó— salgan a la calle si lo desean, pero que nadie vaya a la ciento ocho! ¡El conserje y los policías están muertos allí adentro! ¡Con la luz encendida! ¡Y como silos hubieran fulminado, Dios! ¡Es horrible!
Como es obvio, la noticia del rarísimo episodio no pudo mantenerse dentro del perímetro del hotel. Un hecho de tales características es una bola de nieve rodando vertiginosamente desde el pico de una montaña.
La telefonista de "El Blanqueado" no daba abasto con los llamados que recibía ni con los que desde allí necesitaban hacerse.
Karin y yo estábamos aterradas. Tan sin proponérnoslo habíamos originado aquella desgracia.
Todos los huéspedes fuimos trasladados a diferentes hosterías de la zona hasta tanto se aclarara lo ocurrido.
Aún hoy pienso que nunca hubiera sido posible si no hubiese prestado su graciosa colaboración aquella viejecita lugareña.
Dicen que se apresuró a ir hasta "El Blanqueado", no bien supo lo sucedido allí. Con una larga y raída túnica labrada con espejitos. De cabeza cubierta también, con un manto igualmente espejado bajo el cual apenas si se le adivinaba el rostro. Llevaba un espejo en cada mano y pidió que confiaran en ella y le permitieran entrar en la habitación "ciento ocho" sin que ninguno la siguiera.
—Creo que sé lo que está pasando arriba —dicen que dijo.
Y lo que dijo después —cuando bajó mostrando a la policía aquella bolita verde, recogida en una pala, viscosa, sin forma definida pero —por fortuna— ya totalmente inerte— pasmó a todos los que tuvieron oportunidad de escucharla.
"Es un basilisco —afirmó—. Bicho de mirada mortífera para aquel que ve su único gran ojo sin párpado, para quien tiene la desgracia de que el diminuto redondo monstruo lo mire...
Nace de un huevo pequeñísimo, puesto por un gallo e incubado por un sapo, aunque ustedes lo consideren imposible y se mofen de la leyenda...
Pero ya vieron. Ahí estaba... en la ciento ocho... y hubiera vivido añares allí mismo, al acecho de nuevas víctimas si yo no conseguía acabar con él...Pero a mí me enseñaron a conjurarlo desde chica."
—¿Cómo pudo, abuela? Perdone, pero... ¿es bruja usted? —le preguntaron, atónitos.
—Nada de eso, m’hijos. ¿O acaso les parece de bruja esta ropa espejada? ¿Y estos espejos que llevé? ¿No son ordinarios, baratos, pero espejitos y espejos al fin? Así hay que protegerse cuando se teme que pueda haber un basilisco escondido en cualquier rincón... porque si él se refleja y se ve... ¡ZÁPATE! se muere de espanto —el condenado— al contemplarse a sí mismo... del susto que se pega de su propia apariencia no más...
El basilisco...
Casi apostaría a que Karin tiene —como yo— su casa colmada de espejos desde que aquel viaje de egresados concluyó.
No sé. No he vuelto a verla desde entonees. Poco después de finalizar la primaria se mudó a Suecia con sus padres.
Si bien nos escribimos cartas durante dos o tres años, hace mucho que ignoro todo acerca de ella.
Lástima. Qué lástima.
Pero por si acaso algún remolino de los tiempos sopla sobre su mesa estas hojas donde narré aquel extraordinario suceso que nos hermanó al filo de la muerte, me gustaría que sepa que la recuerdo con el gran cariño que nos unía cuando éramos chicas... y que colecciono espejos...
Incluso, siempre llevo uno pequeño en mi cartera y finjo peinarme el flequillo o arreglarme el maquillaje cuando estoy en lugares desconocidos, mientras lo uso como el retrovisor de los vehículos, para mirar a mis espaldas... ¡No sea cosa que me sorprenda —desprevenida— un basilisco!
Autora: Elsa Bornemann