viernes, 25 de marzo de 2011

La muerte se hospeda en “El Blanqueado”

Los viajes de egresados suelen ser inol­vidables.
También lo fue el que me tocó realizar cuando finalicé el séptimo grado de la escuela primaria. Pero no sólo debido a los hermosos días que compartimos los veintitrés compañe­ros de entonces, sino acaso —especialmente— por “eso” que aún me estremezco al recordar.
La excursión —que se prolongaría en el interior del país durante una semana— había comenzado en la estación ferroviaria de Reti­ro. Allí abordamos el tren que nos trasladaría desde Buenos Aires hasta La Banda —provin­cia de Santiago del Estero— desde donde par­tiríamos —en micro— rumbo a nuestro desti­no final de vacaciones: las Termas de Río Hon­do.
El largo viaje hasta La Banda fue tedio­so y bastante desagradable para las tres maes­tras que nos acompañaban pero no para los chicos, a pesar del precario estado de conser­vación de los vagones clase turista, de las difi­cultades para estirar un poco las piernas debido a que los coches estaban repletos de gente parada y sentada sobre el suelo de los pasillos y —sobre todo— por la falta de higiene de los baños, ¡puaj!
Contentos como nos sentíamos, todos los inconvenientes nos daban pie para inventar chistes y hacer bromas que aliviaban —en par­te— el mal humor de las docentes.
Ya en Río Hondo, nos dirigimos hacia "El Blanqueado", un confortable hotel, em­plazado en el centro del lugar donde teníamos reservado el alojamiento.
El edificio era de dos plantas, además de la baja —claro— donde nos sirvieron la ce­na a poco de llegar.
El primer piso lo ocupó íntegramente nuestra delegación, ya que contaba con ocho cuartos de cuatro camas cada uno. Estas habi­taciones estaban enfrentadas —también de a cuatro— y separadas por un corredor al que se accedía a través de la escalera, que tanto conec­taba con la planta baja como se prolongaba ha­cia el segundo piso.
Las maestras nos dividieron en peque­ños grupos de nenas y varones, tarea que no les resultó complicada ya que éramos once y do­ce por sexo respectivamente. Enseguida, nos distribuyeron en los cuartos ciento dos, cien­to tres, ciento cuatro, ciento cinco, ciento seis y ciento siete, llenándonos de recomendacio­nes en cuanto a normas de comportamiento, horarios para levantarse y acostarse, etc., etc., etc..


Ellas eligieron la habitación ciento uno, cuya puerta era la más cercana a la escalera... (¡Bien que nos dimos cuenta que tenían el pro­pósito de vigilarnos! Si apenas la entreabrían ya podían ver a cualquiera que subiera o baja­ra por allí...) Yo insistí para que me asignaran al cuarto ciento siete, pretextando que el siete era mi número favorito.
¿La verdad? lo elegí por tres razones:
1- porque ya nos habíamos puesto de acuerdo con mis dos amigas preferidas para conseguir que nos hospedaran juntas...
2- porque entonces era sólo un trío el que tendría que compartirlo y nos quedaba una cama vacía para usarla como sofá...
3- y —la “más” principal— porque era el que estaba ubicado más lejos del de las maes­tras y así podríamos eludir un poco su constan­te control, charlar hasta tarde e irnos a dormir cuando se nos antojara...
Así fue como Karin, Fernanda y yo, nos instalamos al final del corredor, frente a esa misteriosa habitación ciento ocho, de puerta cruzada con dos varillas sobre las que se desta­caba un cartel que decía "CLAUSURADA". A las tres se nos despertó —de inmediato— la curiosidad de averiguar por qué, pero debíamos de esperar hasta la mañana siguiente.
Entretanto, nos entretuvimos imagi­nando los motivos más descabellados.
Por ello, las compañeras de la ciento cinco golpearon varias veces la pared que nos separaba de su cuarto. Nuestras risas y el ince­sante parloteo no les permitían descansar. ¡Ja!
¡Ya veríamos si no se impresionaban —tam­bién— cuando descubrieran esa pieza tan cerra­da al público! ¿Qué se ocultaría allí adentro?
—Nada, chicos —nos informaron las maestras durante el almuerzo del día siguien­te, cuando la noticia de la existencia de esa ha­bitación se había propagado entre los veintitrés compañeros con la velocidad de un rayo.
El conserje nos dijo que se incendió ha­ce varios años y que —desde entonces los due­ños del hotel— no quisieron usarla más. Les evocaba una situación muy penosa, ya que dos turistas murieron en esa tragedia...
—Pero con cerrar la puerta con llave se­ría suficiente... —opiné yo. —¿Qué falta ha­cía cruzarla con maderas clavadas al marco? Muy sospechoso, ¿no?
—Así se aseguran que nadie la abra por error y se encuentre con el feo espectáculo de ver todo quemado... Como contratan muca­mas nuevas cada dos por tres...
La explicación no me convenció. A Fer­nanda y a Karin tampoco. Por eso, conversa­mos en secreto con los cuatro varones que ocu­paban el cuarto ciento seis —contiguo al "mis­terioso"— y les pedimos que —esa noche— se lo pasaran de orejas pegadas a la pared diviso­ria, para tratar de oír algún sonido extraño o captar cualquier indicio que sirviera para de­mostrar que allí se ocultaba algo truculento.
Pasaron cuatro o cinco días hasta que mis amigas y yo nos decidimos a investigar por nuestros propios medios.
Desde el parquecito que circundaba el hotel, habíamos visto que los ventanales de la ciento ocho no estaban tapiados. De persianas cerradas sí, repintadas como la puerta, sí, pe­ro no clausuradas como ésta.
También, habíamos podido compro­bar que el pequeño balcón al que se abría nues­tro cuarto lindaba con el del ''misterioso". Apenas si estaban separados por medio metro entre barandas laterales. Ambos, también si­tuados sobre el paredón lateral del hotel, así co­mo los balcones de las demás piezas daban al frente y a los fondos de "El Blanqueado".
Era cuestión de atrevernos a pasar de barandales a barandales sin mirar el vacío y es­taríamos listas para intentar el acceso a la cien­to ocho.
¿Pero en qué momento?
La mayor parte de las horas del sol las dedicábamos a recorrer Río Hondo de un lado al otro.
Imposible ejecutar nuestro plan duran­te las pausas del desayuno, almuerzo o cena: ¿cómo justificar nuestras ausencias? Y si se nos ocurría una idea genial para justificarlas... ¿de qué modo lograr que no se encontrara ningún turista en el parquecito y que nos sorprendie­ra descolgándonos de balcón a balcón?
Descartado el hacerlo durante la ma­drugada. Las paredes no eran a prueba de rui­dos. Nuestros cuatro compañeros de la ciento seis podrían oírnos mientras tratábamos de en­trar a la ciento ocho... ¡Si nosotras escuchábamos parte de sus conversaciones y carcajadas nocturnas, sin necesidad de acercarnos al tabi­que divisorio...!
Faltaban únicamente tres días para que tuviéramos que emprender el regreso a Buenos Aires. Mi intriga era ya incontenible, pero fue de casualidad como me enteré de “eso” que la hizo crecer hasta límites insoportables.
Yo había ido hasta la habitación de mis maestras para pedirles aspirina. A Fernanda le dolía una muela.
Acabábamos de acostarnos y hacía ca­lor, por lo que salí descalza a través del corre­dor.
No era demasiado tarde aún por lo que —al llegar a la puerta del cuarto de las señori­tas— oí que conversaban. Una de ellas parecía bastante nerviosa. Su voz se elevó de modo tal que —al colocar sigilosamente mi oreja contra la puerta— pude escuchar parte de lo que esta­ba contando:
—...uno de los dueños me lo confió du­rante la sobremesa... Ningún incendio ocurrió aquí... pero lo sucedido fue mucho más tre­mendo.. . Resulta que en la ciento ocho fueron encontrados —en distintas temporadas— un montón de turistas muertos... Aparecían como fulminados, en cualquier lugar de la pieza y sin que nadie acertara a dar con la causa... Todo en orden en el equipaje de los huéspedes... en los muebles... Un misterio absoluto. Por eso clausuraron la habitación. Desde entonces, volvió la paz a “El Blanqueado”... Cinco años pasaron desde que...
Corrí a mi cuarto de puntillas, olvida­da de la aspirina y perturbada por lo que había escuchado.
Casi en un susurro se los conté a mis amigas.
Del susto, a Fernanda se le voló el do­lor de muelas junto con sus reiterados suspiros y juró y perjuró que jamás apoyaría ni un de­do sobre las persianas del cuarto de enfrente. Karin —en cambio— se animó —como yo— y pronto maquinábamos —las dos— nuestra in­cursión a esa pieza.
Sin evaluar los posibles riesgos, deso­yendo los apagados sollozos de Fernanda que nos rogaba que no lo hiciéramos mientras que se metía en la cama y se tapaba hasta la cabe­za, en busca de mágica protección, Karin y yo, salimos —en puntas de pie— a nuestro balcon­cito.
Las heroínas de una película de Freddy Kruger nos sentíamos, tanta era nuestra afición a la literatura de terror y a cuanta historieta ma­cabra circulara por allí.
El cielo estaba muy nublado y las tenues lucecitas de los faroles del parque no llegaban a alumbrar ese paredón lateral del primer piso.
—Tenemos suerte —pensé.
Íbamos provistas con sendas linternas, un cuchillo y perchas del placard. En un bolsito colgado al hombro yo cargaba también una piedra de regulares dimensiones, una de ésas bien atractivas que había recogido durante lospaseos.
Karin me ayudó para que yo me sujeta­ra de la baranda del balcón vecino sin correr pe­ligro de caer al vacío.
Pronto estuve allí y entonces asistí a mi amiga para que se deslizara junto a mí. Nos dio bastante trabajo destrabar las persianas y abrir los ventanales de la ciento ocho a punta de cu­chillo y haciendo palanca sólo con las perchas. Pero lo logramos.
Encendí mi linterna. Con su luz ilumi­né —lentamente— todo el ámbito.
¡Qué decepción! Un cuarto amueblado igual que el de nosotros salvo que en éste era evidente que nadie lo limpiaba desde hacía mu­cho tiempo.
Envalentonadas por lo que ya empezá­bamos a suponer un invento de los dueños del hotel para atraer turistas amantes del misterio, Karin y yo entramos en la habitación.
Ahora éramos las dos las que la reco­rríamos de arriba a abajo con nuestras luces.
Nada por aquí, nada por allá. Y tampo­co nos embargaba ninguna sensación rara. In­sólito que allí hubieran caído —como mos­cas— tantas personas... Si parecía el sitio más común y corriente del mundo.
Ya estábamos por abandonarlo, de­fraudadas, cuando la luz de la linterna de Ka­rin iluminó aquella especie de bolita verde, ge­latinosa, inmóvil en un rincón.
Nos acercamos para ver qué era cuan­do —ante nuestra sorpresa— debió de alertarse con nuestros pasos y reptó hasta esconderse de­bajo de la cama. ¡"Eso" tenía vida! ¡Pfff! Pi­do disculpas por mi repugnante descripción pe­ro... ¡parecía el mo...estee... la secreción na­sal de un ogro!
Sentí repulsión por esa masa informe y —súbitamente— me volví hacia el balcón, dis­puesta a irme lo más pronto posible. Choqué con un mueble y se me escurrió la linterna. En ese instante, Karin tropezó conmigo y también se le resbaló su linterna.
— ¡Vamonos de aquí! —exclamé en­tonces. —¡Rápido!
—¡No puedo! —chillaba Karin. —¡Me doblé un tobillo!
Tanteé en la oscuridad hasta prender a mi amiga por la manga de su camisón y casi la arrastré hasta que alcanzamos —nuevamen­te— el balcón.
A los golpes cerramos aquellos venta­nales y persianas, mientras que oíamos el llanto de Fernanda, reclamando —a grito pelado— saber "—¿qué les pasó? —chicas— ¿qué les pasó?"
En el silencio de aquella noche, el baru­llo de nosotras tres fue como una sirena de am­bulancia que alarmó a medio hotel.
Cuando Karin y yo regresamos a nues­tra habitación, ya estaban allí las maestras, gran cantidad de compañeros y mucamas.
Entretanto —y por las dudas— el con­serje había llamado a la policía.
Al rato, Karin y yo debimos responder a un sin fin de preguntas.
—¿Y por una bolita verdosa tanto es­cándalo? —decían los varones. —¡Ay, muje­res, mujeres...!
Todo el grado consumió un desayuno extra —en el comedor de la planta baja— du­rante los minutos que duró el interrogatorio policial.
Uno de los oficiales anunció que —por precaución, aunque consideraba que todo no había sido más que un susto— iría a inspeccio­nar la habitación clausurada. El cabo que lo acompañaba lo siguió. También el conserje, con pinzas y serrucho a fin de quitar las made­ras que cruzaban la puerta.
Interminable la hora que demoraron arriba los tres hombres y había transcurrido al­rededor de otra más, cuando el dueño del ho­tel se hizo presente, preocupado por el aviso te­lefónico que le hizo una mucama.
Ya no quedaba huésped de "El Blan­queado" que no estuviera en el comedor.
—¡No es posible que el registro de una pieza de tres por dos insuma tanto tiempo! —exclamó —de repente— el dueño del hotel, antes de subir —él también— al primer piso.
Descendió de inmediato, con el rostro demudado y pálido como un fantasma.
—¡Qué nadie suba —ordenó— salgan a la calle si lo desean, pero que nadie vaya a la ciento ocho! ¡El conserje y los policías están muertos allí adentro! ¡Con la luz encendida! ¡Y como silos hubieran fulminado, Dios! ¡Es ho­rrible!
Como es obvio, la noticia del rarísimo episodio no pudo mantenerse dentro del perí­metro del hotel. Un hecho de tales caracterís­ticas es una bola de nieve rodando vertiginosa­mente desde el pico de una montaña.
La telefonista de "El Blanqueado" no daba abasto con los llamados que recibía ni con los que desde allí necesitaban hacerse.
Karin y yo estábamos aterradas. Tan sin proponérnoslo habíamos originado aque­lla desgracia.
Todos los huéspedes fuimos traslada­dos a diferentes hosterías de la zona hasta tanto se aclarara lo ocurrido.
Aún hoy pienso que nunca hubiera si­do posible si no hubiese prestado su graciosa colaboración aquella viejecita lugareña.
Dicen que se apresuró a ir hasta "El Blanqueado", no bien supo lo sucedido allí. Con una larga y raída túnica labrada con espejitos. De cabeza cubierta también, con un man­to igualmente espejado bajo el cual apenas si se le adivinaba el rostro. Llevaba un espejo en cada mano y pidió que confiaran en ella y le permitieran entrar en la habitación "ciento ocho" sin que ninguno la siguiera.
—Creo que sé lo que está pasando arri­ba —dicen que dijo.
Y lo que dijo después —cuando bajó mostrando a la policía aquella bolita verde, re­cogida en una pala, viscosa, sin forma defini­da pero —por fortuna— ya totalmente iner­te— pasmó a todos los que tuvieron oportuni­dad de escucharla.
"Es un basilisco —afirmó—. Bicho de mirada mortífera para aquel que ve su único gran ojo sin párpado, para quien tiene la des­gracia de que el diminuto redondo monstruo lo mire...
Nace de un huevo pequeñísimo, pues­to por un gallo e incubado por un sapo, aunque ustedes lo consideren imposible y se mofen de la leyenda...
Pero ya vieron. Ahí estaba... en la cien­to ocho... y hubiera vivido añares allí mismo, al acecho de nuevas víctimas si yo no conseguía acabar con él...Pero a mí me enseñaron a conjurarlo desde chica."
—¿Cómo pudo, abuela? Perdone, pe­ro... ¿es bruja usted? —le preguntaron, atóni­tos.
—Nada de eso, m’hijos. ¿O acaso les parece de bruja esta ropa espejada? ¿Y estos es­pejos que llevé? ¿No son ordinarios, baratos, pero espejitos y espejos al fin? Así hay que pro­tegerse cuando se teme que pueda haber un ba­silisco escondido en cualquier rincón... porque si él se refleja y se ve... ¡ZÁPATE! se muere de espanto —el condenado— al contemplarse a sí mismo... del susto que se pega de su propia apa­riencia no más...
El basilisco...
Casi apostaría a que Karin tiene —co­mo yo— su casa colmada de espejos desde que aquel viaje de egresados concluyó.
No sé. No he vuelto a verla desde entonees. Poco después de finalizar la primaria se mudó a Suecia con sus padres.
Si bien nos escribimos cartas durante dos o tres años, hace mucho que ignoro todo acerca de ella.
Lástima. Qué lástima.
Pero por si acaso algún remolino de los tiempos sopla sobre su mesa estas hojas don­de narré aquel extraordinario suceso que nos hermanó al filo de la muerte, me gustaría que sepa que la recuerdo con el gran cariño que nos unía cuando éramos chicas... y que colecciono espejos...
Incluso, siempre llevo uno pequeño en mi cartera y finjo peinarme el flequillo o arre­glarme el maquillaje cuando estoy en lugares desconocidos, mientras lo uso como el retro­visor de los vehículos, para mirar a mis espal­das... ¡No sea cosa que me sorprenda —des­prevenida— un basilisco!


Autora: Elsa Bornemann

jueves, 24 de marzo de 2011

Con la piel de gallina

 Atardece en Santa Helena, la vieja y sofisticada villa ubicada sobre las costas del Atlántico, lugar de veraneo preferido por las familias más adineradas.

Alan y Rolfi, los hijos mayores de los Dubois, vuelven a su casa de vacaciones, des­pués de una prolongada jornada de playa.
Sus padres están en la sala, mirando un video film de los tantos que alquilaron duran­te esos días ventosos y destemplados, en los que ni piensan en acercarse a las orillas del mar.
—No sé cómo pueden pasarse el día allí, con este clima que parece de otoño... —dice el padre, al ver entrar a los muchachos.
—¡Sacúdanse y dúchense en el baño de servicio, antes de subir!—exclama la madre.
—¡No me llenen la escalera de arena, chiquitos!
Para ella son siempre sus "chiquitos", a pesar de que Alan está por cumplir los vein­te y Rolfi ya tiene dieciocho.
—¿No se cruzaron con el bebé? —les pregunta. —Salía justo en el momento en que ustedes llegaban...
El "bebé" es Lucién, el menor de los tres hermanos, ya tan alto como ellos no obs­tante sus escasos catorce...
El vozarrón de Alan surge desde abajo de la ducha: —¡No! ¡Tuvo suerte tu bebé... por­que si lo pescaba —otra vez— con ropa mía, hubiera muerto estrangulado en el jardín...!
Las protestas de Rolfi se desgranan des­de su cuarto, ubicado en la planta alta:
¡A mí me va a tocar estrangularlo! ¡Se llevó mi mejor par de jeans y —encima— la campera de cuero! ¡Sabe que me pudre que use mis cosas! ¿No tiene lo suyo?
—¿A dónde fue, mami?
—Me dijo que se iba a encontrar con Franco en una discoteca... Creo que en "Ga­lápagos"...
—¡Voy a ir a buscarlo y a desnudarlo delante de todos! ¡Así no le van a quedar ganas de ponerse mi ropa!
—¿Será posible que nunca podamos ver una película en paz, cuando están ustedes? —grita el padre. —Después de que éstos se va­yan, seguimos viéndola, ¿eh, Magalí? —le di­ce a su esposa, antes de apagar la video casetera.
La mujer le responde con un resignado suspiro y se dirige a la cocina.
Le ordena a la mucama que ya puede ir poniendo la mesa para la cena.
Entretando, Lucién y su amigo Franco están bailando en "Galápagos", al compás de una música ensordecedora.
Es durante un intervalo de la danza —mientras en media docena de pantallas se proyecta un videoclip del cantante Sting— cuando Franco le muestra a Lucién ese volan­te de propaganda que recogió en la calle. Acer­cándose a la barra, único lugar del recinto más o menos bien iluminado, el chico lo lee: " ¡RE­SUCITAMOS LOS CARNAVALES EN EL 'BAR-BAR-OOOH!' ¡A PARTIR DE MA­ÑANA SÁBADO, LAS NOCHES DE SAN­TA HELENA VOLVERÁN A VIVIR LA DI­VERSIÓN DE ANTAÑO! ¡NO TE PIER­DAS NUESTROS FABULOSOS BAILES DE DISFRAZ! TE SUGERIMOS QUE VA­YAS PREPARÁNDOTE EL TUYO. ¡EN CADA VELADA, INTERESANTES PREMIOS PARA LOS MÁS ORIGINALES Y —EN LA CUARTA Y ÚLTIMA NOCHE SORTEO DE DOS PASAJES A RÍO DE JA­NEIRO ENTRE LOS QUE RESULTEN FI­NALISTAS!"

—¿Y? —le pregunta Franco cuando Lucién regresa a su lado. —¿Cómo te cae la idea de disfrazarnos e ir al "BAR-BAR-OOOH" para los bailes de carnaval? Mi abue­lo dice que —antes— se festejaba como loco para estas fechas.
Mmmh... —opina Lucién. —Antes... Antes... Lo de antes no resucita, pibe... Ade­más, yo sólo me disfracé en el jardín de infan­tes... Me parece ridículo hacerlo ahora...
—Dale; ¿qué te cuesta? Vamos maña­na, relojeamos el ambiente y si no nos copa, nos hacemos humo...
—¿Y de qué vamos a disfrazarnos?
—Estee... A ver... A ver... ¡Ya está! ¡De jeques árabes! Con unas sábanas y...
—¿Dónde viste un jeque con flequillo y melena de rulos como la tuya y —para colmo— rubio y de ojos celestes?
—El pelo lo oculto debajo de esa espe­cie de manto que usan sobre la cabeza, plo­mo. .. Ah, y lentes negros, necesito también...
Finalmente, Franco convence a su ami­go de participar —siquiera— en el primer bai­le de carnaval.
Con sábanas blancas hasta los pies —entonces—, con corbatas de sus padres, trenzadas para sostener el corto manto que les cubre las cabezas, con anteojos ahumados los dos, bastante bien caracterizados a la manera de los habitantes del Sahara, ambos parten —al día siguiente— rumbo al "BAR-BAR-OOOH".
Previamente, deben soportar las mali­ciosas bromas de Alan y Rolfi, las risas de la mucama de los Dubois y la paciente exposición a la serie de fotografías que les tomó la madre de Lucién, tan divertida como su marido con los dos improvisados jeques.
A bordo de la poderosa moto japone­sa de Franco se van los dos entonces, provocan­do la hilaridad de quienes los ven desplazarse con esos atuendos.
Ni un alfiler cabe ya en la discoteca cuando ambos arriban. Parecería que todos los más jovencitos de Santa Helena se hubieran citado allí.
Si Lucién había ofrecido resistencia pa­ra tomar parte de ese baile de carnaval, pron­to cambia de opinión.
Las chicas más llamativas —algunas decididamente infartantes— se han concen­trando en el BAR-BAR-OOOH. Y qué gracio­sas se las ve, contoneándose según los distintos ritmos que el disc-jockey selecciona, disfraza­das como están todas, haciendo gala de un des­pliegue de imaginación y de buen humor.
Las hay caracterizadas como Caperucita Roja, como ángeles de la guarda, como la brasileña Xuxa... También, pueden verse conejitas, gitanas, novias de Drácula, bailarinas clásicas, Madonnas...
Los muchachos no se han quedado atrás y también son un muestrario de ingenio, si uno observa sus improvisados disfraces.
En suma, que esa primera fiesta de car­naval pinta como una de las más divertidas de la temporada.
—¡Cómo serán los bailes de mañana, lunes y martes!, ¿eh, Lucién? —le dice Franco, tan entusiasmado como su amigo. —Y no que­rías venir...
Lucién lo codea y le indica el hall de ac­ceso al amplio local y pega un silbidito de ad­miración al tiempo que murmura: —¡Qué par de diosas! Ahí están entrando... Una para cada uno, si no nos dejamos ganar de mano... ¡Vamos a recibirlas!
Franco mira en la dirección que le ha se­ñalado su compañero y —como él— se queda extasiado en la contemplación de esas dos pre­ciosas chicas que —indudablemente— son mellizas.
Se apura a seguir a Lucién, el que —apresurado— se abre paso entre los bullicio­sos bailarines que ocupan la pista, yendo al en­cuentro de las recién llegadas.
Ambas están bajando la escalinata que conduce a la zona de mesas, cuando las sor­prende el saludo de ese pretendido árabe.
—Hola, princesas, buenas noches... —les dice Lucién. —Mi amigo Franco y yo —y se lo presenta con ademanes de graciosa corte­sía. —Estamos deslumbrados por su belleza. Como somos jeques postmodernos no nos atrae formarnos un harén. Nos conformaría­mos —¡y cómo!— con contar solamente con ustedes dos para compañeras de baile... ¿Aceptan?
Por toda respuesta, sonrisitas tímidas en los rostros de ambas chicas, que cuchichean mientras buscan ubicación en alguna de las po­cas mesas libres y miran hacia la entrada, co­mo esperando la aparición de otras y otras personas.
Franco lo advierte y —por las dudas— previene un probable disgusto.
Si vienen acompañadas... bueno... dis­culpen. .. Creíamos que estaban solas... Una de las chicas se sienta y agita un abanico por sobre su cabeza con la evidente intención de que quienes han venido con ellas puedan ver el si­tio elegido y se acerquen hasta allí.
Lucién trata de adivinar: —¿Son esos dos flacos disfrazados de piratas a los que es­tás haciéndoles señas?
La otra chica se sienta también y —rién­dose— le habla por primera vez.
—No; nos trajo nuestra tía... Ahí viene.
Lucién y Franco ven —entonces— a una mujer de alrededor de treinta años que se aproxima a la mesa y pronto ocupa una silla junto a las chicas. Los muchachos están asom­brados: no es común que —en esta época— las jovencitas vayan a bailar acompañadas por una persona mayor —piensan— y —menos aún— que esa persona se presente disfrazada del mismo modo que las jovencitas. Además, esa es una discoteca en la que ya es considera­da re-vieja la gente que apenas supera los vein­te... y eso lo sabe todo el mundo en Santa He­lena.
—¡Qué raro!, ¿no, Franco? —le susu­rra Lucién a su amigo. —Si esta tía cree que aquí va a encontrar un candidato para ella es­tá frita...
—Shh... que pueden oírte... Sigamos la corriente; después de todo las que nos intere­san son las mellizas, ¿no? Y la momia no pa­rece antipática...
Lucién es el que se decide a enfrentar la situación de una vez por todas. —Señora —le dice entonces a la tía. —¿Tiene algún inconve­niente en que compartamos la mesa con ustedes? Nos encantaría invitarlas con alguna gaseosa...
La "momia" accede, tras consultarlo —por lo bajo— con sus sobrinas.
—Sí. Siempre que se comporten como es debido —les responde.
Y así es como —de inmediato— los amigos se ubican junto a las hermanas y —al rato— todos conversan animadamente.
Ellos les cuentan quiénes son, qué ha­cen y hablan de todos esos temas que suelen ser evocados en un primer encuentro.
Ponderan sus extraordinarios trajes de damitas antiguas y sus largas capas de raso con capuchones. Se admiran de los maquillajes que las hacen aparecer pálidas y ojerosas como ver­daderas señoritas de un siglo pasado y les lla­ma la atención el cuidado que han puesto en elegir peinados, abanicos, zapatos y otros ac­cesorios que ellos sólo han visto en grabados o museos.
—Es puro mérito de la tía —les infor­ma —halagada— una de las mellizas. —Ella fue quien preparó los disfraces para las tres... Es tan buena con nosotras... Con decirles que se arriesgó a darnos el gusto sin que nuestros padres se enteren. Ellos creen que estamos durmiento... La matan si saben que nos trajo a bai­lar... Nunca lo habíamos hecho antes... y te­níamos tantas ganas...
Franco y Lucién se sienten cada vez más sorprendidos por el relato de las niñas y —más aún— cuando las invitan a bailar un rock de onda y ellas manifiestan que no saben danzar "ninguno de estos ritmos de ahora... pero si ustedes nos enseñan...''
Bajo la atenta mirada de la tía, los cua­tro se hallan —instantes después— balanceán­dose sobre la pista.
Y es cómico verlas a Leira y Valda Mujica de Hoz (que esos son los nombres y apelli­dos de las mellizas) intentando imitar los pasos y otros movimientos corporales de Lucién y Franco, ataviadas como están con esos ropajes nada adecuados para acompañar la músi­ca tecno e ignorantes como demuestran ser en el rubro bailes... ¡Ah, y con "jeques" como parejas!
Sin embargo, el encanto de ambas y de sus disfraces dan la nota brillante en esa reu­nión de carnaval y —a escaso cuarto de hora de las once y media— el jurado del concurso anuncia que ellas son las ganadores de la velada.
Entre los aplausos de la concurrencia y los ¡BRAVO! de Franco y Lucién, Leira y Valda ascienden —entonces— a un pequeño esce­nario donde les entregan sendas casetes musi­cales y diplomas que las acreditan como las más bellas y originalmente disfrazadas de la prime­ra noche y ya finalistas, siempre que vuelvan a "BAR-BAR-OOOH" durante los tres días si­guientes para seguir compitiendo.
Faltan apenas veinte minutos para las doce cuando la tía de las chicas se muestra re­pentinamente inquieta y les comunica que ya deben irse.
—¿Justo ahora, Leira, cuando empieza lo mejor? —le protesta Franco a su compañerita de baile.
Lucién hace lo mismo con Valda: —¿Por qué tan temprano? ¿No me dijiste que viven bastante cerca de aquí y que tu tía tiene auto?
—Sí... Pero a las doce en punto tene­mos que estar de regreso... Mi mamá toma un medicamento a esa hora... y acostumbra a dar­se una vuelta por nuestro dormitorio... para ta­parnos... darnos otro beso y...
—Total, mañana venimos otra vez... —agrega Leira. —¿No es cierto, tía?
—Sí. Y apúrense, porque si no...
Los muchachos —con decepción pero absolutamente enamorisqueados como ya se sienten— les proponen que, al menos, concerten una cita para el mediodía siguiente, en la playa, así pueden estar juntos más tiempo.
—Imposible —les dice Valda. —Nues­tros padres no nos permiten acercarnos al mar si no vamos con ellos...
—Y bueno... —se resigna Franco. —Pídanles que las acompañen...
—¿Estás loco? Tampoco tenemos per­miso para hacer amistad con varones... ¿Y có­mo les explicaríamos de dónde los conocemos a ustedes?
—¡Vamos, nenas! —repite la tía. —Ya se hizo muy tarde...
Antes de despedirse, es inútil que Lu­cién insista ante su amiga para que ésta le dé —siquiera— el domicilio adonde viven.
—Mañana podríamos pasar con la moto por la calle de tu casa y así —al menos— ver­las de lejos...
—No. Mis padres podrían sospechar... Lo que sí voy a darte —y Leira también, ¿no es cierto? —son las casetes y los diplomas para que nos los guarden. Todavía no se nos ocurre en qué lugar esconderlos para que mi familia no los pueda hallar...
—Ya voy a pensar cómo ocultarlos —interviene la tía. —Y ahora, ¡vamos de una vez, nenas!
—¿Podemos acompañarlas hasta el es­tacionamiento? —pregunta Franco.
—De ninguna manera. Ustedes se que­dan aquí —la voz de la tía ha tomado un tono enérgico que no admite discusiones. —Cual­quier vecino podría verlos con nosotros y en­tonces.. . Mañana traeré a mis sobrinas de nue­vo. Se los prometo. Y si de verdad han simpa­tizado tanto con ellas, no las perjudiquen. Quiero decir que no nos sigan, ¿entendido?
Toda la tarde del domingo que sigue al primer encuentro con las preciosas mellizas, Franco y Lucién la dedican a disfrutar de la pla­ya, a pesar de que la baja temperatura y el vien­to no favorecen la estada junto al mar.
Los hermanos de Lucién y sus amigos los invitan a pasear en lancha y es recién enton­ces cuando Rolfi —el mayor de los Dubois— se da cuenta de que tanto Franco como “el be­bé” se mantienen distantes, callados ambos y con los pensamientos flotando vaya a saberse por dónde.
Lo comenta con Alan.
—Eh, ¿qué les pasa a ustedes? —les pregunta entonces Alan. —¿En qué galaxia se supone que están? ¿No nos contaron que el bai­le de ayer fue fabuloso, señores jeques? ¿O es que no abundaban las odaliscas?
—Ni se te ocurra confiarle a este bocón el asunto de Leira y Valda —le dice Lucién a su compañero de aventuras. —No haría otra co­sa que tomarnos el pelo..., "gastarnos" sin asco...
Lo cierto es que ambos muchachitos han quedado prendados, como pegados sin re­medio al recuerdo de las mellizas. No logran borrarlas de sus mentes ni ven la hora de volverlas a encontrar, en el "BAR-BAR-OOOH".
—¡Qué yeta que tenemos, Lucién! En­gancharnos con esas dos intrigantes, habiendo tantas chicas simples sueltas por ahí... —sus­pira Franco.
Transcurren las noches de carnaval de sábado y domingo.
Leira y Valda asisten a los bailes del "BAR-BAR-OOOH" escoltadas por su tía y las tres disfrazadas como en la primera oca­sión. También —como el primer día— las tres se retiran de la discoteca antes de la mediano­che, con la recomendación de que no las sigan.
Lo curioso para los muchachos es que aún mantienen en el misterio la dirección de su casa de vacaciones y también su domicilio de Buenos Aires. ¿Tan ogro será el padre de las mellizas? ¿Una bruja su mamá?
El entusiasmo que la compañía de las niñas despierta en Franco y Lucién va en aumento. Ellos creen haberse enamorado, es­tar totalmente "del tomate" por ellas, y les muerde la ansiedad por decírselo, aunque no logran dar con el momento oportuno. Si ni si­quiera pueden acercarse con ellas hasta la ca­lle, cuando se alejan del local tan de prisa. La tía no les concede —al menos— unos minutos de intimidad. En los intervalos alrededor de la mesa del bar, imposible: todo se reduce a con­versar con las chicas de temas triviales ya que la "momia" vigila... E inútil tratar de hablar durante los bailes en la pista, a tan alto volu­men se transmite la música...
Se aproxima la última noche de carna­val y los muchachos no saben qué hacer para confiarles a Valda y Leira sus sentimientos, pa­ra obtener la promesa de nuevos encuentros, para que ese vínculo que se ha establecido en­tre los cuatro continúe —siquiera— en Buenos Aires, después del fin de verano. Les acongo­ja imaginar que exista la probabilidad de no volver a verlas. ¿Pero por qué? ¿Acaso ellas con sus tiernas actitudes, con sus sonrisas, con sus miraditas, no han estado —de algún mo­do— demostrándoles que ya son casi "amigovios"?
"Lucién y Valda''; "Leira y Franco", escriben los muchachos, a manera de consue­lo, sobre una de las puertas interiores del toi­lette de varones... Y escriben también —sendos mensajes— para entregarles el martes de carnaval, por las dudas llegue el odiado momen­to de la retirada y no hayan podido expresar­les todo eso que les sucede.
Martes de carnaval. Con sus trajes de jeques —que ya no conservan la compostura de la primera noche (pero a quién de ellos le im­porta) Franco y Lucién se dirigen al "BAR­-BAR-OOOH ''. Dejan la moto en el estaciona­miento para automóviles situado a dos cuadras del local, sobre una de las calles transversales a éste de camino opuesto al mar. —Alguno de estos coches será el de ellas... —piensan.
Han tramado algo. No es cuestión de que sus adorables damitas antiguas desaparez­can así como así al concluir la velada.
Y esa noche la disfrutan como nunca; más aún— porque las mellizas resultan elegi­das finalistas del concurso de disfraces y —fi­nalmente— ganadoras absolutas del mismo.
El animador alaba sus maravillosos atuendos de damas antiguas y les entrega la or­den de una empresa turística para retirar los anunciados pasajes a Río de Janeiro.
Cuando regresan a la mesa, con sus pre­mios y en medio de un cerrado aplauso, un fo­co las ilumina a pleno y es entonces cuando la tía no puede reprimir su emoción y se echa a llorar.
Franco aprovecha ese fugaz instante de blandura para felicitarla y rogarle que —cuan­do deban irse— les permitan acompañarlas hasta el auto mientras que —por debajo de la mesa— la entrega su carta a Leira.
Lucién ya ha hecho lo mismo durante el baile y Valda la recibió en silencio. Pronto, la guardó en su bolsito.
Al escuchar el pedido de Franco, la tía se recompone de inmediato y torna a su habi­tual rigidez de carácter: —No. Ya les expliqué los motivos y no pienso reiterarlos. Les prohi­bo que nos sigan. Mis sobrinas volverán a en­contrarse con ustedes siempre que respeten esta advertencia. De lo contrario, nunca las verán otra vez.
El temido momento de la despedida se presenta.
¡Ah, si se pudiera atrasar los relojes!
La tía —como ha sido su costumbre en las jornadas anteriores, apura a sus niñas pa­ra que partan de regreso a casa.
Sale ella al frente. Valda y Leira la si­guen metros atrás. Es entonces cuando —ya en el hall de entrada y sin interesarles los ocasio­nales testigos— Franco y Lucién se atreven a llevar a cabo la primera parte de su secreto plan: sendos besos fugaces rozan las mejillas de cada una de las jovencitas que —tomadas de improviso— apenas si atinan a sonrojarse y apresurar la salida.
Los muchachos simulan volver al inte­rior del local.
Enseguida —y con mucha cautela— lo abandonan, con el propósito de seguir a tía y sobrinas sin que éstas lo noten.
Ellas —sin dudas— irán hasta el esta­cionamiento a recoger su auto. Ellos van a aguardar hasta que el mismo arranque y —poco después— tomarán su motocicleta y —motor preparado con silenciador median­te— las piensan seguir a prudente distancia. ¡Ja! Pronto sabrán a dónde viven... Si la "momia" supuso que lograría separarlas tan abruptamente, sin el mínimo indicio para lo­calizar a las chicas, está muy equivocada...
Franco y Lucién caminan detrás del trío de damas antiguas, escondiéndose —de tanto en tanto— por si a alguna se le ocurre contro­lar si las siguen.
Pero no. Tía y sobrinas, de capuchones cubriéndoles las cabezas y con las sedosas ca­pas revoloteándoles cerca de los pies, conti­núan su marcha, bastante ligera por cierto.
En la esquina en que deberían doblar rumbo al estacionamiento, no lo hacen.
—Qué raro... —dice Franco. Lucién, tan asombrado como su amigo y los dos perple­jos cuando ven que el conjunto se desplaza ha­cia otra cuadra, esa que no conduce ni a la zo­na del centro, ni a la playa, ni a los chalets de vacaciones.
¡Han elegido la cuadra que lleva al lar­guísimo camino de tierra a cuyo término se le­vanta el aeroparque! ¡Pero son cuatro kilóme­tros hasta allí y —si están por viajar— no van a recorrer a pie tamaño trayecto! ¡Y con esos disfraces! Además, a esta hora ya no hay vue­lo hacia Buenos Aires...
¿Raro? ¡Rarísimo!
Decididos a averiguar la causa de tan extraño comportamiento, Lucién y Franco se lanzan detrás de ellas a lo largo de ese extendi­do, desierto y polvoriento camino, malamen­te iluminado de trecho en trecho.
Tía y sobrinas prosiguen su marcha, ca­da vez más rápido y sin aparentar signos de cansancio.
Los muchachos no saben ya qué pensar cuando —repentinamente aterrorizados— ob­servan que las tres mujeres se detienen frente al sendero que se abre ante los portones del ce­menterio local. De inmediato, lo atraviesan, así como atraviesan los cerrados portales de rejas, insólitamente transformadas en una suerte de seres de aire, transparentes. No obstante, ellos pueden verlas todavía y las ven aún cuando continúan su caminata a través de la callecita principal del cementerio, con destino al sector de bóvedas.
Leira a un costado de la tía y Valda del otro, ambas con sus hombros enlazados por aquella.
Lucién y Franco, aferrados a los barro­tes del portal y del lado de la villa, sienten un escalofrío indescriptible ante la escena que les toca presenciar.
Franco ha enmudecido, está tieso y el sudor lo empapa.
Lucién —también profundamente per­turbado— quiebra su voz en un grito que resue­na sobre aquel silencio mortal, en una cascada de ecos: ¡Valda! ¡Valda! ¡Valda!
Las tres mujeres se detienen sin darse vuelta.
—¡Valda! ¡Valda! —al llamado de Lucién se le suma ahora otro, tanto o más deses­perado que el de su amigo.
Es Franco el que arroja a la noche el nombre de su amorcito, antes de caer de rodi­llas casi al borde de un desmayo.
—¡Leeeiraaaaa!
La tía permanece en su sitio, inmóvil y de espaldas al portal. Entretanto, ambas jovencitas han comenzado a deslizarse hacia atrás, sin darse vuelta y como si flotaran.
Lentamente, los chicos ven que se des­plazan en dirección al portal desde donde ellos las acaban de llamar. Con la piel de gallina las ven.
Y es recién cuando las dos se ubican —rejas de por medio— una de espaldas a Fran­co y la otra a Lucién.
A dúo, de voces monocordes, con os­tensible dificultad para articular las palabras, Valda y Leira les anuncian entonces:
—Le – les - di - di - di - ji - mo - mos - que no... no nos si - si - si - guieran... Aho - ra no... no... nos – po - podemos ver nunca maáas... Qué... pee... na...
Entonces, las mellizas giran hasta en­frentarlos, al tiempo que se descubren total­mente la cabeza al dejar caer sus capuchones y estiran sus brazos a través de los barrotes, en un vano intento de abrazar a Franco y Lucién.
El intento es vano, porque el espanto de oír aquellas voces y de ver —bajo la luz de los faroles que alumbran el acceso al cementerio— las calaveras en que se han convertido las pre­ciosas caritas de Leira y Valda y el observar el estado de sus vestiduras (las mismas, sin dudas, pero que ahora presentan un aspecto lamenta­ble. Raídas, con oscuras manchas por todas partes, con sus colores como desvaídos a tra­vés de los años...), tal espanto —repito— pro­duce el instantáneo desvanecimiento de los dos amigos.
Los brazos esqueléticos tornan a colo­carse las capuchas y los cadáveres de las niñas vacilan un segundo, antes de girar nuevamen­te y alejarse de los portones, caminando hacia la tía que las espera.
Enseguida, las tres se pierden entre las sombras de un callejón lateral.
Ya amanece cuando Franco y Lucién son rescatados del horror. Los padres de am­bos y sus hermanos han salido a la búsqueda de los chicos en sus respectivos automóviles y jeeps, no bien empezaron a alarmarse por su demora en regresar de la discoteca.
Después de recorrer Santa Helena de punta a punta, los encuentran a las puertas del cementerio, llorando, de miradas perdidas, presa de temblores, como los únicos sobrevi­vientes de una catástrofe.
Tirados cerca de ellos y bailoteando de aquí para allá al impulso del viento, también re­cogen los dos diplomas del concurso de disfra­ces y la orden por pasajes a Río de Janeiro, emi­tidos por una empresa turística local, todos los papeles a nombre de Valda y Leira Mujica de la Hoz.

Pasadas dos semanas del pavoroso su­ceso que los tuvo como protagonistas, Lucién y Franco dicen estar en condiciones de enterar­se de la verdad de los hechos.
1 - En el cementerio de la villa existe una imponente bóveda que pertenece a la familia Mujica de la Hoz.
2- En ella están depositados los restos de buena parte de los integrantes de la misma. En­tre ellos, los de Valda, Leira y su tía, las tres fa­llecidas a principios de siglo debido a un penoso accidente: el sulky con el que daban un paseo se desbarrancó en los acantilados de la región.
3- De la estancia "Valdeira'' (bautiza­do con letras de los nombres de las hermanitas y a donde ellas solían pasar sus vacaciones) sólo resta el casco, que ostenta el mismo nombre de antaño. Actualmente está rodeado por un parquecito y allí continúa viviendo una descen­diente de la familia de las chicas. Ella —la vie­ja Señora Máxima ha sido quien proveyó todas las informaciones que se le solicitaron, aunque visiblemente alterada por los episodios que le refirieron.
4- Doña Máxima les mostró —también, entre otros— un gran óleo que perpetúa las imágenes de las desdichadas mellizas junto a esa tía que adoraban.
El cuadro —junto a la firma del artis­ta— consigna el año en que fue realizado, el mismo en el que las tres murieron. Por lo tan­to, la descripción que de ellas han hecho Franco y Lucién coincide exactamente con los rasgos de las figuras pintadas.
Es más, fueron ataviadas con sus mejo­res ropas antes de sellar los féretros, esas que usaron para posar ante el plástico, las mismas con que se les aparecieron a Franco y Lucién durante las cuatro noches de los carnavales de 1990.

Autora: Elsa Bornemann