Atardece en Santa Helena, la vieja y sofisticada villa ubicada sobre las costas del Atlántico, lugar de veraneo preferido por las familias más adineradas.
Alan y Rolfi, los hijos mayores de los Dubois, vuelven a su casa de vacaciones, después de una prolongada jornada de playa.
Sus padres están en la sala, mirando un video film de los tantos que alquilaron durante esos días ventosos y destemplados, en los que ni piensan en acercarse a las orillas del mar.
—No sé cómo pueden pasarse el día allí, con este clima que parece de otoño... —dice el padre, al ver entrar a los muchachos.
—¡Sacúdanse y dúchense en el baño de servicio, antes de subir!—exclama la madre.
—¡No me llenen la escalera de arena, chiquitos!
Para ella son siempre sus "chiquitos", a pesar de que Alan está por cumplir los veinte y Rolfi ya tiene dieciocho.
—¿No se cruzaron con el bebé? —les pregunta. —Salía justo en el momento en que ustedes llegaban...
El "bebé" es Lucién, el menor de los tres hermanos, ya tan alto como ellos no obstante sus escasos catorce...
El vozarrón de Alan surge desde abajo de la ducha: —¡No! ¡Tuvo suerte tu bebé... porque si lo pescaba —otra vez— con ropa mía, hubiera muerto estrangulado en el jardín...!
Las protestas de Rolfi se desgranan desde su cuarto, ubicado en la planta alta:
— ¡A mí me va a tocar estrangularlo! ¡Se llevó mi mejor par de jeans y —encima— la campera de cuero! ¡Sabe que me pudre que use mis cosas! ¿No tiene lo suyo?
—¿A dónde fue, mami?
—Me dijo que se iba a encontrar con Franco en una discoteca... Creo que en "Galápagos"...
—¡Voy a ir a buscarlo y a desnudarlo delante de todos! ¡Así no le van a quedar ganas de ponerse mi ropa!
—¿Será posible que nunca podamos ver una película en paz, cuando están ustedes? —grita el padre. —Después de que éstos se vayan, seguimos viéndola, ¿eh, Magalí? —le dice a su esposa, antes de apagar la video casetera.
La mujer le responde con un resignado suspiro y se dirige a la cocina.
Le ordena a la mucama que ya puede ir poniendo la mesa para la cena.
Entretando, Lucién y su amigo Franco están bailando en "Galápagos", al compás de una música ensordecedora.
Es durante un intervalo de la danza —mientras en media docena de pantallas se proyecta un videoclip del cantante Sting— cuando Franco le muestra a Lucién ese volante de propaganda que recogió en la calle. Acercándose a la barra, único lugar del recinto más o menos bien iluminado, el chico lo lee: " ¡RESUCITAMOS LOS CARNAVALES EN EL 'BAR-BAR-OOOH!' ¡A PARTIR DE MAÑANA SÁBADO, LAS NOCHES DE SANTA HELENA VOLVERÁN A VIVIR LA DIVERSIÓN DE ANTAÑO! ¡NO TE PIERDAS NUESTROS FABULOSOS BAILES DE DISFRAZ! TE SUGERIMOS QUE VAYAS PREPARÁNDOTE EL TUYO. ¡EN CADA VELADA, INTERESANTES PREMIOS PARA LOS MÁS ORIGINALES Y —EN LA CUARTA Y ÚLTIMA NOCHE SORTEO DE DOS PASAJES A RÍO DE JANEIRO ENTRE LOS QUE RESULTEN FINALISTAS!"
—¿Y? —le pregunta Franco cuando Lucién regresa a su lado. —¿Cómo te cae la idea de disfrazarnos e ir al "BAR-BAR-OOOH" para los bailes de carnaval? Mi abuelo dice que —antes— se festejaba como loco para estas fechas.
Mmmh... —opina Lucién. —Antes... Antes... Lo de antes no resucita, pibe... Además, yo sólo me disfracé en el jardín de infantes... Me parece ridículo hacerlo ahora...
—Dale; ¿qué te cuesta? Vamos mañana, relojeamos el ambiente y si no nos copa, nos hacemos humo...
—¿Y de qué vamos a disfrazarnos?
—Estee... A ver... A ver... ¡Ya está! ¡De jeques árabes! Con unas sábanas y...
—¿Dónde viste un jeque con flequillo y melena de rulos como la tuya y —para colmo— rubio y de ojos celestes?
—El pelo lo oculto debajo de esa especie de manto que usan sobre la cabeza, plomo. .. Ah, y lentes negros, necesito también...
Finalmente, Franco convence a su amigo de participar —siquiera— en el primer baile de carnaval.
Con sábanas blancas hasta los pies —entonces—, con corbatas de sus padres, trenzadas para sostener el corto manto que les cubre las cabezas, con anteojos ahumados los dos, bastante bien caracterizados a la manera de los habitantes del Sahara, ambos parten —al día siguiente— rumbo al "BAR-BAR-OOOH".
Previamente, deben soportar las maliciosas bromas de Alan y Rolfi, las risas de la mucama de los Dubois y la paciente exposición a la serie de fotografías que les tomó la madre de Lucién, tan divertida como su marido con los dos improvisados jeques.
A bordo de la poderosa moto japonesa de Franco se van los dos entonces, provocando la hilaridad de quienes los ven desplazarse con esos atuendos.
Ni un alfiler cabe ya en la discoteca cuando ambos arriban. Parecería que todos los más jovencitos de Santa Helena se hubieran citado allí.
Si Lucién había ofrecido resistencia para tomar parte de ese baile de carnaval, pronto cambia de opinión.
Las chicas más llamativas —algunas decididamente infartantes— se han concentrando en el BAR-BAR-OOOH. Y qué graciosas se las ve, contoneándose según los distintos ritmos que el disc-jockey selecciona, disfrazadas como están todas, haciendo gala de un despliegue de imaginación y de buen humor.
Las hay caracterizadas como Caperucita Roja, como ángeles de la guarda, como la brasileña Xuxa... También, pueden verse conejitas, gitanas, novias de Drácula, bailarinas clásicas, Madonnas...
Los muchachos no se han quedado atrás y también son un muestrario de ingenio, si uno observa sus improvisados disfraces.
En suma, que esa primera fiesta de carnaval pinta como una de las más divertidas de la temporada.
—¡Cómo serán los bailes de mañana, lunes y martes!, ¿eh, Lucién? —le dice Franco, tan entusiasmado como su amigo. —Y no querías venir...
Lucién lo codea y le indica el hall de acceso al amplio local y pega un silbidito de admiración al tiempo que murmura: —¡Qué par de diosas! Ahí están entrando... Una para cada uno, si no nos dejamos ganar de mano... ¡Vamos a recibirlas!
Franco mira en la dirección que le ha señalado su compañero y —como él— se queda extasiado en la contemplación de esas dos preciosas chicas que —indudablemente— son mellizas.
Se apura a seguir a Lucién, el que —apresurado— se abre paso entre los bulliciosos bailarines que ocupan la pista, yendo al encuentro de las recién llegadas.
Ambas están bajando la escalinata que conduce a la zona de mesas, cuando las sorprende el saludo de ese pretendido árabe.
—Hola, princesas, buenas noches... —les dice Lucién. —Mi amigo Franco y yo —y se lo presenta con ademanes de graciosa cortesía. —Estamos deslumbrados por su belleza. Como somos jeques postmodernos no nos atrae formarnos un harén. Nos conformaríamos —¡y cómo!— con contar solamente con ustedes dos para compañeras de baile... ¿Aceptan?
Por toda respuesta, sonrisitas tímidas en los rostros de ambas chicas, que cuchichean mientras buscan ubicación en alguna de las pocas mesas libres y miran hacia la entrada, como esperando la aparición de otras y otras personas.
Franco lo advierte y —por las dudas— previene un probable disgusto.
Si vienen acompañadas... bueno... disculpen. .. Creíamos que estaban solas... Una de las chicas se sienta y agita un abanico por sobre su cabeza con la evidente intención de que quienes han venido con ellas puedan ver el sitio elegido y se acerquen hasta allí.
Lucién trata de adivinar: —¿Son esos dos flacos disfrazados de piratas a los que estás haciéndoles señas?
La otra chica se sienta también y —riéndose— le habla por primera vez.
—No; nos trajo nuestra tía... Ahí viene.
Lucién y Franco ven —entonces— a una mujer de alrededor de treinta años que se aproxima a la mesa y pronto ocupa una silla junto a las chicas. Los muchachos están asombrados: no es común que —en esta época— las jovencitas vayan a bailar acompañadas por una persona mayor —piensan— y —menos aún— que esa persona se presente disfrazada del mismo modo que las jovencitas. Además, esa es una discoteca en la que ya es considerada re-vieja la gente que apenas supera los veinte... y eso lo sabe todo el mundo en Santa Helena.
—¡Qué raro!, ¿no, Franco? —le susurra Lucién a su amigo. —Si esta tía cree que aquí va a encontrar un candidato para ella está frita...
—Shh... que pueden oírte... Sigamos la corriente; después de todo las que nos interesan son las mellizas, ¿no? Y la momia no parece antipática...
Lucién es el que se decide a enfrentar la situación de una vez por todas. —Señora —le dice entonces a la tía. —¿Tiene algún inconveniente en que compartamos la mesa con ustedes? Nos encantaría invitarlas con alguna gaseosa...
La "momia" accede, tras consultarlo —por lo bajo— con sus sobrinas.
—Sí. Siempre que se comporten como es debido —les responde.
Y así es como —de inmediato— los amigos se ubican junto a las hermanas y —al rato— todos conversan animadamente.
Ellos les cuentan quiénes son, qué hacen y hablan de todos esos temas que suelen ser evocados en un primer encuentro.
Ponderan sus extraordinarios trajes de damitas antiguas y sus largas capas de raso con capuchones. Se admiran de los maquillajes que las hacen aparecer pálidas y ojerosas como verdaderas señoritas de un siglo pasado y les llama la atención el cuidado que han puesto en elegir peinados, abanicos, zapatos y otros accesorios que ellos sólo han visto en grabados o museos.
—Es puro mérito de la tía —les informa —halagada— una de las mellizas. —Ella fue quien preparó los disfraces para las tres... Es tan buena con nosotras... Con decirles que se arriesgó a darnos el gusto sin que nuestros padres se enteren. Ellos creen que estamos durmiento... La matan si saben que nos trajo a bailar... Nunca lo habíamos hecho antes... y teníamos tantas ganas...
Franco y Lucién se sienten cada vez más sorprendidos por el relato de las niñas y —más aún— cuando las invitan a bailar un rock de onda y ellas manifiestan que no saben danzar "ninguno de estos ritmos de ahora... pero si ustedes nos enseñan...''
Bajo la atenta mirada de la tía, los cuatro se hallan —instantes después— balanceándose sobre la pista.
Y es cómico verlas a Leira y Valda Mujica de Hoz (que esos son los nombres y apellidos de las mellizas) intentando imitar los pasos y otros movimientos corporales de Lucién y Franco, ataviadas como están con esos ropajes nada adecuados para acompañar la música tecno e ignorantes como demuestran ser en el rubro bailes... ¡Ah, y con "jeques" como parejas!
Sin embargo, el encanto de ambas y de sus disfraces dan la nota brillante en esa reunión de carnaval y —a escaso cuarto de hora de las once y media— el jurado del concurso anuncia que ellas son las ganadores de la velada.
Entre los aplausos de la concurrencia y los ¡BRAVO! de Franco y Lucién, Leira y Valda ascienden —entonces— a un pequeño escenario donde les entregan sendas casetes musicales y diplomas que las acreditan como las más bellas y originalmente disfrazadas de la primera noche y ya finalistas, siempre que vuelvan a "BAR-BAR-OOOH" durante los tres días siguientes para seguir compitiendo.
Faltan apenas veinte minutos para las doce cuando la tía de las chicas se muestra repentinamente inquieta y les comunica que ya deben irse.
—¿Justo ahora, Leira, cuando empieza lo mejor? —le protesta Franco a su compañerita de baile.
Lucién hace lo mismo con Valda: —¿Por qué tan temprano? ¿No me dijiste que viven bastante cerca de aquí y que tu tía tiene auto?
—Sí... Pero a las doce en punto tenemos que estar de regreso... Mi mamá toma un medicamento a esa hora... y acostumbra a darse una vuelta por nuestro dormitorio... para taparnos... darnos otro beso y...
—Total, mañana venimos otra vez... —agrega Leira. —¿No es cierto, tía?
—Sí. Y apúrense, porque si no...
Los muchachos —con decepción pero absolutamente enamorisqueados como ya se sienten— les proponen que, al menos, concerten una cita para el mediodía siguiente, en la playa, así pueden estar juntos más tiempo.
—Imposible —les dice Valda. —Nuestros padres no nos permiten acercarnos al mar si no vamos con ellos...
—Y bueno... —se resigna Franco. —Pídanles que las acompañen...
—¿Estás loco? Tampoco tenemos permiso para hacer amistad con varones... ¿Y cómo les explicaríamos de dónde los conocemos a ustedes?
—¡Vamos, nenas! —repite la tía. —Ya se hizo muy tarde...
Antes de despedirse, es inútil que Lucién insista ante su amiga para que ésta le dé —siquiera— el domicilio adonde viven.
—Mañana podríamos pasar con la moto por la calle de tu casa y así —al menos— verlas de lejos...
—No. Mis padres podrían sospechar... Lo que sí voy a darte —y Leira también, ¿no es cierto? —son las casetes y los diplomas para que nos los guarden. Todavía no se nos ocurre en qué lugar esconderlos para que mi familia no los pueda hallar...
—Ya voy a pensar cómo ocultarlos —interviene la tía. —Y ahora, ¡vamos de una vez, nenas!
—¿Podemos acompañarlas hasta el estacionamiento? —pregunta Franco.
—De ninguna manera. Ustedes se quedan aquí —la voz de la tía ha tomado un tono enérgico que no admite discusiones. —Cualquier vecino podría verlos con nosotros y entonces.. . Mañana traeré a mis sobrinas de nuevo. Se los prometo. Y si de verdad han simpatizado tanto con ellas, no las perjudiquen. Quiero decir que no nos sigan, ¿entendido?
Toda la tarde del domingo que sigue al primer encuentro con las preciosas mellizas, Franco y Lucién la dedican a disfrutar de la playa, a pesar de que la baja temperatura y el viento no favorecen la estada junto al mar.
Los hermanos de Lucién y sus amigos los invitan a pasear en lancha y es recién entonces cuando Rolfi —el mayor de los Dubois— se da cuenta de que tanto Franco como “el bebé” se mantienen distantes, callados ambos y con los pensamientos flotando vaya a saberse por dónde.
Lo comenta con Alan.
—Eh, ¿qué les pasa a ustedes? —les pregunta entonces Alan. —¿En qué galaxia se supone que están? ¿No nos contaron que el baile de ayer fue fabuloso, señores jeques? ¿O es que no abundaban las odaliscas?
—Ni se te ocurra confiarle a este bocón el asunto de Leira y Valda —le dice Lucién a su compañero de aventuras. —No haría otra cosa que tomarnos el pelo..., "gastarnos" sin asco...
Lo cierto es que ambos muchachitos han quedado prendados, como pegados sin remedio al recuerdo de las mellizas. No logran borrarlas de sus mentes ni ven la hora de volverlas a encontrar, en el "BAR-BAR-OOOH".
—¡Qué yeta que tenemos, Lucién! Engancharnos con esas dos intrigantes, habiendo tantas chicas simples sueltas por ahí... —suspira Franco.
Transcurren las noches de carnaval de sábado y domingo.
Leira y Valda asisten a los bailes del "BAR-BAR-OOOH" escoltadas por su tía y las tres disfrazadas como en la primera ocasión. También —como el primer día— las tres se retiran de la discoteca antes de la medianoche, con la recomendación de que no las sigan.
Lo curioso para los muchachos es que aún mantienen en el misterio la dirección de su casa de vacaciones y también su domicilio de Buenos Aires. ¿Tan ogro será el padre de las mellizas? ¿Una bruja su mamá?
El entusiasmo que la compañía de las niñas despierta en Franco y Lucién va en aumento. Ellos creen haberse enamorado, estar totalmente "del tomate" por ellas, y les muerde la ansiedad por decírselo, aunque no logran dar con el momento oportuno. Si ni siquiera pueden acercarse con ellas hasta la calle, cuando se alejan del local tan de prisa. La tía no les concede —al menos— unos minutos de intimidad. En los intervalos alrededor de la mesa del bar, imposible: todo se reduce a conversar con las chicas de temas triviales ya que la "momia" vigila... E inútil tratar de hablar durante los bailes en la pista, a tan alto volumen se transmite la música...
Se aproxima la última noche de carnaval y los muchachos no saben qué hacer para confiarles a Valda y Leira sus sentimientos, para obtener la promesa de nuevos encuentros, para que ese vínculo que se ha establecido entre los cuatro continúe —siquiera— en Buenos Aires, después del fin de verano. Les acongoja imaginar que exista la probabilidad de no volver a verlas. ¿Pero por qué? ¿Acaso ellas con sus tiernas actitudes, con sus sonrisas, con sus miraditas, no han estado —de algún modo— demostrándoles que ya son casi "amigovios"?
"Lucién y Valda''; "Leira y Franco", escriben los muchachos, a manera de consuelo, sobre una de las puertas interiores del toilette de varones... Y escriben también —sendos mensajes— para entregarles el martes de carnaval, por las dudas llegue el odiado momento de la retirada y no hayan podido expresarles todo eso que les sucede.
Martes de carnaval. Con sus trajes de jeques —que ya no conservan la compostura de la primera noche (pero a quién de ellos le importa) Franco y Lucién se dirigen al "BAR-BAR-OOOH ''. Dejan la moto en el estacionamiento para automóviles situado a dos cuadras del local, sobre una de las calles transversales a éste de camino opuesto al mar. —Alguno de estos coches será el de ellas... —piensan.
Han tramado algo. No es cuestión de que sus adorables damitas antiguas desaparezcan así como así al concluir la velada.
Y esa noche la disfrutan como nunca; más aún— porque las mellizas resultan elegidas finalistas del concurso de disfraces y —finalmente— ganadoras absolutas del mismo.
El animador alaba sus maravillosos atuendos de damas antiguas y les entrega la orden de una empresa turística para retirar los anunciados pasajes a Río de Janeiro.
Cuando regresan a la mesa, con sus premios y en medio de un cerrado aplauso, un foco las ilumina a pleno y es entonces cuando la tía no puede reprimir su emoción y se echa a llorar.
Franco aprovecha ese fugaz instante de blandura para felicitarla y rogarle que —cuando deban irse— les permitan acompañarlas hasta el auto mientras que —por debajo de la mesa— la entrega su carta a Leira.
Lucién ya ha hecho lo mismo durante el baile y Valda la recibió en silencio. Pronto, la guardó en su bolsito.
Al escuchar el pedido de Franco, la tía se recompone de inmediato y torna a su habitual rigidez de carácter: —No. Ya les expliqué los motivos y no pienso reiterarlos. Les prohibo que nos sigan. Mis sobrinas volverán a encontrarse con ustedes siempre que respeten esta advertencia. De lo contrario, nunca las verán otra vez.
El temido momento de la despedida se presenta.
¡Ah, si se pudiera atrasar los relojes!
La tía —como ha sido su costumbre en las jornadas anteriores, apura a sus niñas para que partan de regreso a casa.
Sale ella al frente. Valda y Leira la siguen metros atrás. Es entonces cuando —ya en el hall de entrada y sin interesarles los ocasionales testigos— Franco y Lucién se atreven a llevar a cabo la primera parte de su secreto plan: sendos besos fugaces rozan las mejillas de cada una de las jovencitas que —tomadas de improviso— apenas si atinan a sonrojarse y apresurar la salida.
Los muchachos simulan volver al interior del local.
Enseguida —y con mucha cautela— lo abandonan, con el propósito de seguir a tía y sobrinas sin que éstas lo noten.
Ellas —sin dudas— irán hasta el estacionamiento a recoger su auto. Ellos van a aguardar hasta que el mismo arranque y —poco después— tomarán su motocicleta y —motor preparado con silenciador mediante— las piensan seguir a prudente distancia. ¡Ja! Pronto sabrán a dónde viven... Si la "momia" supuso que lograría separarlas tan abruptamente, sin el mínimo indicio para localizar a las chicas, está muy equivocada...
Franco y Lucién caminan detrás del trío de damas antiguas, escondiéndose —de tanto en tanto— por si a alguna se le ocurre controlar si las siguen.
Pero no. Tía y sobrinas, de capuchones cubriéndoles las cabezas y con las sedosas capas revoloteándoles cerca de los pies, continúan su marcha, bastante ligera por cierto.
En la esquina en que deberían doblar rumbo al estacionamiento, no lo hacen.
—Qué raro... —dice Franco. Lucién, tan asombrado como su amigo y los dos perplejos cuando ven que el conjunto se desplaza hacia otra cuadra, esa que no conduce ni a la zona del centro, ni a la playa, ni a los chalets de vacaciones.
¡Han elegido la cuadra que lleva al larguísimo camino de tierra a cuyo término se levanta el aeroparque! ¡Pero son cuatro kilómetros hasta allí y —si están por viajar— no van a recorrer a pie tamaño trayecto! ¡Y con esos disfraces! Además, a esta hora ya no hay vuelo hacia Buenos Aires...
¿Raro? ¡Rarísimo!
Decididos a averiguar la causa de tan extraño comportamiento, Lucién y Franco se lanzan detrás de ellas a lo largo de ese extendido, desierto y polvoriento camino, malamente iluminado de trecho en trecho.
Tía y sobrinas prosiguen su marcha, cada vez más rápido y sin aparentar signos de cansancio.
Los muchachos no saben ya qué pensar cuando —repentinamente aterrorizados— observan que las tres mujeres se detienen frente al sendero que se abre ante los portones del cementerio local. De inmediato, lo atraviesan, así como atraviesan los cerrados portales de rejas, insólitamente transformadas en una suerte de seres de aire, transparentes. No obstante, ellos pueden verlas todavía y las ven aún cuando continúan su caminata a través de la callecita principal del cementerio, con destino al sector de bóvedas.
Leira a un costado de la tía y Valda del otro, ambas con sus hombros enlazados por aquella.
Lucién y Franco, aferrados a los barrotes del portal y del lado de la villa, sienten un escalofrío indescriptible ante la escena que les toca presenciar.
Franco ha enmudecido, está tieso y el sudor lo empapa.
Lucién —también profundamente perturbado— quiebra su voz en un grito que resuena sobre aquel silencio mortal, en una cascada de ecos: ¡Valda! ¡Valda! ¡Valda!
Las tres mujeres se detienen sin darse vuelta.
—¡Valda! ¡Valda! —al llamado de Lucién se le suma ahora otro, tanto o más desesperado que el de su amigo.
Es Franco el que arroja a la noche el nombre de su amorcito, antes de caer de rodillas casi al borde de un desmayo.
—¡Leeeiraaaaa!
La tía permanece en su sitio, inmóvil y de espaldas al portal. Entretanto, ambas jovencitas han comenzado a deslizarse hacia atrás, sin darse vuelta y como si flotaran.
Lentamente, los chicos ven que se desplazan en dirección al portal desde donde ellos las acaban de llamar. Con la piel de gallina las ven.
Y es recién cuando las dos se ubican —rejas de por medio— una de espaldas a Franco y la otra a Lucién.
A dúo, de voces monocordes, con ostensible dificultad para articular las palabras, Valda y Leira les anuncian entonces:
—Le – les - di - di - di - ji - mo - mos - que no... no nos si - si - si - guieran... Aho - ra no... no... nos – po - podemos ver nunca maáas... Qué... pee... na...
Entonces, las mellizas giran hasta enfrentarlos, al tiempo que se descubren totalmente la cabeza al dejar caer sus capuchones y estiran sus brazos a través de los barrotes, en un vano intento de abrazar a Franco y Lucién.
El intento es vano, porque el espanto de oír aquellas voces y de ver —bajo la luz de los faroles que alumbran el acceso al cementerio— las calaveras en que se han convertido las preciosas caritas de Leira y Valda y el observar el estado de sus vestiduras (las mismas, sin dudas, pero que ahora presentan un aspecto lamentable. Raídas, con oscuras manchas por todas partes, con sus colores como desvaídos a través de los años...), tal espanto —repito— produce el instantáneo desvanecimiento de los dos amigos.
Los brazos esqueléticos tornan a colocarse las capuchas y los cadáveres de las niñas vacilan un segundo, antes de girar nuevamente y alejarse de los portones, caminando hacia la tía que las espera.
Enseguida, las tres se pierden entre las sombras de un callejón lateral.
Ya amanece cuando Franco y Lucién son rescatados del horror. Los padres de ambos y sus hermanos han salido a la búsqueda de los chicos en sus respectivos automóviles y jeeps, no bien empezaron a alarmarse por su demora en regresar de la discoteca.
Después de recorrer Santa Helena de punta a punta, los encuentran a las puertas del cementerio, llorando, de miradas perdidas, presa de temblores, como los únicos sobrevivientes de una catástrofe.
Tirados cerca de ellos y bailoteando de aquí para allá al impulso del viento, también recogen los dos diplomas del concurso de disfraces y la orden por pasajes a Río de Janeiro, emitidos por una empresa turística local, todos los papeles a nombre de Valda y Leira Mujica de la Hoz.
Pasadas dos semanas del pavoroso suceso que los tuvo como protagonistas, Lucién y Franco dicen estar en condiciones de enterarse de la verdad de los hechos.
1 - En el cementerio de la villa existe una imponente bóveda que pertenece a la familia Mujica de la Hoz.
2- En ella están depositados los restos de buena parte de los integrantes de la misma. Entre ellos, los de Valda, Leira y su tía, las tres fallecidas a principios de siglo debido a un penoso accidente: el sulky con el que daban un paseo se desbarrancó en los acantilados de la región.
3- De la estancia "Valdeira'' (bautizado con letras de los nombres de las hermanitas y a donde ellas solían pasar sus vacaciones) sólo resta el casco, que ostenta el mismo nombre de antaño. Actualmente está rodeado por un parquecito y allí continúa viviendo una descendiente de la familia de las chicas. Ella —la vieja Señora Máxima ha sido quien proveyó todas las informaciones que se le solicitaron, aunque visiblemente alterada por los episodios que le refirieron.
4- Doña Máxima les mostró —también, entre otros— un gran óleo que perpetúa las imágenes de las desdichadas mellizas junto a esa tía que adoraban.
El cuadro —junto a la firma del artista— consigna el año en que fue realizado, el mismo en el que las tres murieron. Por lo tanto, la descripción que de ellas han hecho Franco y Lucién coincide exactamente con los rasgos de las figuras pintadas.
Es más, fueron ataviadas con sus mejores ropas antes de sellar los féretros, esas que usaron para posar ante el plástico, las mismas con que se les aparecieron a Franco y Lucién durante las cuatro noches de los carnavales de 1990.
Autora: Elsa Bornemann
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